martes, 23 de octubre de 2012

Técnicas de sí y técnicas psi (sobre un libro de Michel Onfray)

Michel Onfray, La escultura de sí. Por una moral estética (Madrid, Errata Naturae / UAM, 2009)


No es una novedad bibliográfica, porque el original se publicó hace casi veinte años y ya se había traducido al español hace doce en Argentina; pero yo acabo de leerlo ahora y, además, ¿por qué caer en el culto consumista a la novedad?

Michel Onfay es bastante conocido en nuestro país a raíz de su Tratado de ateología, que fue casi un bestseller hace media década. En Francia es un filósofo popular que aparece con frecuencia en los medios de comunicación y emite opiniones políticas. Recientemente ha levantado polvareda con su Freud. El crepúsculo de un ídolo, donde se une a la tradición antifreudiana y acusa al padre del psicoanálisis de charlatán.

La escultura de sí se nutre de algunas referencias intelectuales que atraviesan toda la obra de Onfray, un neonietzscheano de izquierdas que ha leido a Foucault, Deleuze y Bourdieu. Es un gourmet libertario, individualista y hedonista. Simpatiza más con los rebeldes que con los revolucionarios, con los anarcos que con los anarquistas, con los dandis que con los elegantes, con los performers que con los artistas profesionales.

Pese a su estilo algo verboso y exaltado, el libro se deja leer. La redacción es ágil. Aunque abundan las referencias cultas, los giros academicistas no van más allá de lo soportable. El tono es el de quien se entusiasma con lo que cuenta contagiando al lector. La estructura, clara, progresa expandiéndose en ondas en torno a un centro que es la figura del condotiero. Como es sabido, los condotieros fueron mercenarios que prosperaron merced a las guerras entre los estados italianos de los siglos XIV y XV. Onfray los toma como pretexto para formular una especie de arquetipo de la subjetividad donde se condensan virtudes y valores relativos a la escultura de sí: individualismo, generosidad, rebeldía, cinismo, sentido de la amistad, magnanimidad, sentimiento deportivo de la vida, liberalidad, fortaleza… Onfray profundiza en estas características positivas para oponer la figura del condotiero a otras figuras cargadas de rasgos negativos, especialmente la del burgués. Algunos de tales rasgos negativos serían la avaricia, el gregarismo, el sentido del cálculo, los remilgos o el afán por la seguridad.

La estructura del libro se despliega en cuatro partes: “Ética. Retrato del virtuoso como Condotiero”, “Estética. Pequeña teoría de la escultura de sí”, “Económica. Principios para una ética dispendiosa” y “Patética. Geografía de los círculos éticos”. En ausencia de una bibliografía final, un “abecedario para uno de las ratas de bibloteca” -mucho más útil- permite seguir profundizando en el copioso universo onfrayniano a través de expresiones y palabras clave como “accionismo vienés”, “aislismo”, “amor fati”, “azar objetivo”, “body-art”, “cortesía”, “dandismo”, “estilo”, “estrategia”, “evergetismo”, “figura fáustica”, “hápax existencial”, “hombre multiplicado”, “ironía”, “morcilla humana”, “personaje conceptual”, “rizoma”, “situacionistas”, “único” o “vulvas de cerda”. Nótese que no se trata de neologismos de cosecha propia, sino de puentes hacia otros autores y libros.

En ocasiones, la argumentación de Onfray avanza retrocediendo. La ventaja de ello es que nos sentimos afectados por matices y vínculos que podríamos haber desatendido la primera vez. La desventaja, obviamente, es que no siempre se avanza con ligereza. Incluso puede que al libro le sobren unas cuantas páginas. Pese a ello, es atrayente ir caminando -aunque sea un poco cargado- por paisajes donde aparecen gentilhombres, dandis, samuráis, dadaístas, situacionistas, dispendiosos, escultores y sibaritas. Bien es verdad que también nos salen al paso burgueses, padres de familia, fascistas o sádicos, pero el viaje merece la pena. Al final, habremos captado el argumento del autor, articulado en torno a la defensa de una ética pagana basada en la magnificencia, las afinidades electivas, la construcción de sí mismo y el goce compartido.

El tipo de cuestiones que plantea Onfray y el modo en que las lleva adelante seducirán a quienes tiendan a pensar que nuestra cultura adolece de un cierto exceso de platonismo, que el futuro nunca debería hipotecar el presente, que los únicos proyectos políticos sensatos son los que ofrecen recompensas inmediatas, que buscar sentido al sufrimiento es una manera de justificar lo injustificable o que los cínicos, los escépticos y los hedonistas suelen ser menos peligrosos que quienes están seguros de sí mismos y se sacrifican por algo en lo que creen fervientemente.

Onfray se sitúa en una tradición que podíamos denominar antipsicologista. Me refiero a la de las artes de la existencia o el arte de vivir, uno de cuyos baluartes teóricos es la noción nietzscheana de la vida como obra de arte, que interesó a personajes tan dispares como Oscar Wilde y Foucault. Es una tradición antipsicologista porque camina en dirección contraria a la de la tecnificación de la vida (también a la de su moralización, propia de iglesias religiosas o laicas). Frente al repertorio de recetas proporcionado por expertos que pretenden conocer el secreto de la naturaleza humana, la concepción de la vida como una obra de arte propone la construcción de esa “naturaleza humana” desde dentro y -fractalmente- en todos y cada uno de los individuos, sin asideros ontológicos ni éticos que la trasciendan. La siguiente cita recurre a una analogía cruzada -el condotiero y un artilugio creado por Leonardo da Vinci- para expresar una idea de inequívoco sabor antipsicologista:

“[D]a Vinci había realizado una especie de cabina octogonal. Los ocho espejos que la tapizaban devolvían múltiples imágenes del pintor de frente, de espaldas, de cuarto, de tres cuartos. La particularidad de este objeto es que en ningún momento el artista cruzaba su propia mirada. La proeza es interesante: verse desde varios ángulos, pero no ver nunca el ojo que ve. La máquina me proporciona una metáfora: el Condotiero debe aprehender las múltiples situaciones en las que se encuentra, al mismo tiempo considerar las reacciones posibles y, para terminar, juzgar las oportunidades antes de acometer acción alguna. El narcisismo vulgar se ciega en sí mismo después de haber encontrado su propia mirada. Conlleva una relación amorosa entre la imagen y el objeto del que procede. En cambio, la mirada del Condotiero hacia sí mismo es genealógica. [...] Pretende menos el amor propio, la satisfacción que recibe de su propia imagen, que una captación global de la situación. En el tiempo, es el momento anterior a la decisión, mientras que el narcisismo vulgar es un fin para sí mismo. El reflejo en el espejo es una imagen sobre la que se inscriben los proyectos en potencia, antes de volver a su estado de palimpsesto. El ojo debe operar entonces como el de un estratega en el campo de batalla” (págs. 60-61).

La moral estética se opone a toda moral que pretenda basarse en una formulación teórica o abstracta aplicable a situaciones concretas. La moral estética es la del estratega que juega en medio de una situación cambiante cuyos riesgos debe evaluar a la vez que actúa, intentando siempre alcanzar una visión de conjunto desde la cual percibir -y este es el sentido último de la estética- la disposición de las partes que componen dicha situación, así como la posición de uno mismo dentro de ella. Tal percepción estética no exige auto-observación, sino una especie de auto-relativización que permita actuar en lugar de patinar sobre sí mismo.

Por lo demás, Onfray es vitalista e incluso, a su manera, optimista. No, por supuesto, en el sentido de la psicología positiva que nos invade, porque el suyo no es un optimismo ingenuo ni bobalicón, sino que ha pasado por la filosofía trágica. Es optimista precisamente porque es vitalista según la acepción nietzscheana de la palabra. En lugar de adentrarse en el camino del pesimismo nihilista que dejó abierto el propio Nietzsche, ha optado por la faceta más luminosa del pensador prusiano, la que tiene que ver con la afirmación de la vida y los valores aristocráticos. El problema es que, para justificar tal opción, Onfray ejecuta a veces fintas argumentales por las que tenemos que pasar de soslayo, porque si pasamos de frente nos podemos atascar. En concreto, parece como si, a su juicio, existiera una naturaleza humana inherentemente propicia al goce y ciertas estructuras culturales dadas a lo largo de la historia -monoteísmos, totalitarismos, relaciones de poder institucionalizadas- hubieran impedido que esa naturaleza aflorase. La actitud de Onfray, entonces, casi nos recuerda a la del mesías proclamando la liberación.

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