viernes, 28 de septiembre de 2012

Que viene el coco

 
No hay miedos naturales. Los niños no nacen predispuestos a tener miedo a las brujas, los fantasmas o el hombre del saco; tampoco a las serpientes o las arañas. Algunos dirán que el miedo, como emoción, sí se hereda, mientras que el objeto del miedo (qué se teme) no se hereda, sino que se aprende. Ahora bien, ¿cómo se puede separar una emoción de su objeto?

Los niños tienen miedo a lo que aprenden que deben temer, que normalmente es aquello que los adultos tememos. Por supuesto, eso no significa ni que les transmitamos intencionadamente nuestros temores (a veces sí) ni que los bebés se queden impasibles cuando escuchan un golpe fuerte (a veces sí). Nacemos con unos procesos fisiológicos funcionando de tal modo que permiten fenómenos como el llanto o determinada pauta de contracción de los músculos faciales, que interpretamos en términos de una expresión emocional específica. Quienes crian al bebé irán disponiendo las cosas de tal modo que el niño acabe sintiendo horror ante las brujas o lo que sea, dependiendo del contexto sociocultural y el estilo de crianza. Por decirlo de alguna manera, ciertas pautas de funcionamiento de su sistema nervioso autónomo acabarán enlazándose con ciertos objetos en ciertas circunstancias. Y ese lazo será todo lo fuerte que se quiera, pero no natural.

Por lo mismo, y pese a lo extendido de la idea, no heredamos miedos de nuestros ancestros. No somos australopitecos con traje y corbata que, a falta de alimañas que nos salgan al paso, temblamos ante una entrevista de trabajo o sufrimos ataques de pánico sin saber muy bien por qué. No hay un cerebro primitivo en donde aniden los miedos más profundos de nuestra especie. El temor a los fantasmas o los monstruos no se explica por el valor de supervivencia que las emociones de terror tuvieron hace tres millones de años. Se explica, si acaso, como forma de construir ciertas emociones -que no por ello son menos reales o desagradables- mediante las cuales enculturar a los niños y controlarles.

Además, empleamos la palabra “miedo” para fenómenos muy diversos: el susto del lactante cuando el agua de la bañera está demasiado fría, los nervios previos a un examen, el pánico ante un pelotón de fusilamiento, el sobresalto al dar un frenazo, etc. Y eso sin contar con el hecho de que hay miedos agradables, por lo menos para algunos. Hay quien disfruta con las películas de terror pese a experimentar reacciones del sistema nervioso periférico típicamente asociadas a lo aversivo del miedo, como la piel de gallina. De hecho, la frontera entre las sensaciones de temor y otras son bastante borrosas. En realidad, el contenido psicológico de las sensaciones (miedo, alegría, euforia, lo que sea) no viene definido por las reacciones fisiológicas (palpitaciones, sudoración, tensión muscular, etc.). Es más bien el objeto al que se las atribuimos el que define la emoción. Si el mostruo se quita la careta y resulta ser sexualmente atractivo, probablemente no tengamos que experimentar un cambio de sensaciones corporales demasiado grande. Y, sin embargo, se supone que nuestras emociones son radicalmente diferentes en un caso y en otro.

En última instancia, las sensaciones nunca se dan aisladamente, sin la mediación de nuestras interpretaciones y de los hábitos a través de los cuales hayamos aprendido a gestionarlas. Tampoco es siempre igual su intensidad ni su variedad (unas se dan unas veces y otras se dan otras veces, según el contexto y el momento). En todo caso, las sensaciones no dependen de forma natural del objeto al que se vinculan.

5 comentarios:

  1. Me pregunto cómo desde la mítica evolucionista y naturalista podría explicarse el hecho de “tener miedo al miedo”. En este caso, la misma emoción se convertiría en el propio objeto emocional, es decir, el propio miedo sería aquello a temer, por lo que el miedo se cancelaría a sí mismo como mecanismo de defensa, como respuesta adaptativa.
    Además, sería difícil seleccionar evolutivamente el miedo como objeto de miedo mismo: ¿qué se seleccionaría como referente exactamente, más que las propias reacciones fisiológicas o lo que sea que piense la persona que le dé miedo?

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    1. Lo que planteas es súperinteresante. El miedo al miedo es, en cierto modo, la demostración de que el miedo carece de una vinculación natural con objetos específicos. También es verdad que el miedo al miedo puede ser, indirectamente, un miedo a hacer el ridículo si otros perciben que uno está sudando o le tiembla la voz; pero igualmente puede ser una especie de miedo puro, vacío, sin objeto, que consiste en percibir las sensaciones corporales de miedo y entrar en un círculo vicioso a través del cual esa percepción las amplifica y acrecienta, con lo cual se perciben con más claridad aún y así hasta que el ataque de pánico -una experiencia muy aversiva- alcanza su cénit. Ahora bien, la psicología evolucionista -como cualquier cosmovisión- tiene explicaciones para todo. Cualquier manual sobre trastornos de ansiedad te explicará precisamente que el miedo al miedo es una especie de subproducto pernicioso de nuestro pasado evolutivo: hace millones de años las reacciones corporales asociadas al miedo servían para escapar de un depredador, por ejemplo, pero actualmente, como no hay depredadores ni situaciones que exijan una respuesta física de correr o pelear, esa especie de exceso de energía nerviosa en que consiste el miedo nos juega malas pasadas porque se dispara y no tenemos en qué gastarla. Esto es lo que sucede, según esa explicación, con los ataques de pánico. Y entonces ocurre que, "cognitivamente" (o por condicionamiento, tanto da), asociamos esas sensaciones coporales de miedo con una determinada situación con la cual no están realmente asociadas (así se crea una fobia) o bien con la propia experiencia subjetiva del terror (así se crea el miedo al miedo). Una explicación tan perfecta como tramposa, porque arrincona la fenomenología del temor y elimina la posibilidad de que el miedo, simplemente, no exista (algunos "pacientes" con ataques de pánico acaban desarrollando una estrategia que, según los psicólogos, es contraproducente porque no hace desaparecer el pánico, y que consiste en desdoblarse, o sea, distanciarse de la sensación de miedo y vivirla como si fuera otro el que la estuviera experimentando).

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  2. Rubén Gómez-Soriano1 de octubre de 2012, 5:32

    Al hilo de lo que comentáis, me parece muy interesante este fragmento de un artículo –Co-ontogenia: Una aproximación sistémica al lenguaje– que Beto Vianna publicó el año pasado en la revista AIBR (www.aibr.org/antropologia/06v02/articulos/060201.pdf). Aquí os lo dejo:

    “Si preguntamos a un biólogo o a un psicólogo de inclinaciones neodarwinistas (la lectura hegemónica de Darwin en los últimos 70 años) por el motivo de tanto respeto hacia un animal enjaulado, privado de acciones espectaculares, él o ella dirá que se trata de un “miedo ancestral”. En los albores de la humanidad, sigue el argumento, no éramos ni la sombra de los dominadores de la naturaleza que somos hoy, sino que subsistíamos precariamente, evitando los depredadores de la misma manera en que lo hace cualquier otra presa. Nuestros antepasados sobrevivieron bajo aquellas condiciones y, como parece evidente, dejaron descendientes. Este sería el motivo por el que nosotros seguimos aterrados ante los grandes felinos, las serpientes o las aves de rapiña incluso en la gran ciudad, donde ese terror no encontraría el respaldo de la experiencia cotidiana. Incluso sin comprender los detalles del mecanismo darwiniano subyacente a ese temor arquetípico, percibimos que ese relato no es trivial, pero está repleto de significados sobre el origen de los significados. O, para ser más explícito, sobre el modo en el que nosotros, sumidos en el universo de las explicaciones científicas, llegamos a hablar de esa manera sobre el origen de los significados.

    En lingüística, “significado” no es un concepto exento de polémica, pero, en general, se acepta que remite a un aspecto del signo lingüístico –pertinente, por tanto, sólo en el universo humano– que nos permite “seleccionar uno u otro aspecto del mundo no lingüístico” (Trask, 2006: 265). Para que el significado cumpla lo que promete, debe, al mismo tiempo, “denotar” (apuntar hacia algo en el mundo) y tener “sentido” (relacionarse con los demás signos de un sistema lingüístico). Así, la expresión “la tigresa del zoo de Leipzig” denota un ser en el mundo y puede significar algo a lo que temer, en la medida en que se relacione, por ejemplo, con “gran felino”, o “animal amenazador para el humano en el pasado”.” (Vianna, 2011; 137-138)

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  3. Loredo, un post muy interesante. Y una postura vital ante el miedo la tuya que favorece mucho la apasionante vida de tus pequeños descendientes.
    En lo que respecta a la interpretación del estado fisiológico acabo de leer un artículo (de esos chorras que sabes que me gustan tanto) en el que las personas que han pasado unos minutos en una montaña rusa afirman estar más enamoradas de sus parejas que los que no han subido. Y todo por interpretar el acelerado latido de su corazón.
    Por cierto, bonito blog. Mi genuflexión más profunda para tí mismo, Angy, Edgar, Ruben y demás historiadores.

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  4. No había visto este comentario (¿no debería haberme avisado el e-mail?). El ejemplo de la montaña rusa lo he leído o escuchado en elgún sitio. También hay experimentos clásicos de Gregorio Marañón, algunos un poco hijoputas, en los que inyectaba adrenalina a gente y mostraba que la reacción fisiológica y la emocional se disociaban pero en algunos casos la primera hacía evocar la segunda a algunas personas.

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